El obrero y la máquina



-¡Maldita máquina! -exclama el obrero sudando de fatiga y de congoja.- ¡Maldita máquina, que me haces sufrir tus rápi­dos movimientos como si yo fuese, también, de acero, y me diera fuerza un motor! Yo te detesto, armatoste vil, porque haciendo tú el trabajo de diez, veinte o treinta obreros, me quitas el pan de la boca y condenas a sufrir hambre a mi mujer y a mis hijos.


La máquina gimo a impulsos del motor, como si ella participase igualmente de la fatiga de su compañero de sangre y músculos: el hombre. Las mil piezas de la máquina se mueven, se mueven sin cesar. Unas se deslizan, saltan otras, giran estas, se ba­lancean aquéllas, sudando aceites negros, chirriando, trepidando, fatigando la vista del esclavo de carne y hueso que tiene que se­guir atento sus movimientos, sobreponiéndose al mareo que ellos provocan, para no dejarse coger un dedo por uno de esos diablillos de acero, para no perder la mano, el brazo, la vida...


-¡Maquina infernal! ¡Deberías desaparecer todas vosotras, engendros del Demonio! ¡Bonito negocio hacéis! En un día, sin más costo que unas cuantas cubetas de carbón para el motor y con un solo hombre a vuestro lado, hacéis más cada una de vosotras que lo que pudiera hacer un hombro solo en un mes; de mane­ra que un hombre de mi clase, pudiendo tener asegurado el trabajo por treinta días tu lo reduces a uno ... ¡y que reventemos de hambre! ¡Eso no te interesa! Sin ti tendrían asegurado el pan mas de veinte familias proletarias. Las mil piezas de la maquina se mueven, giran, se deslizan en diferentes sentidos, se juntan y se separan, descienden, suben, sudando grasas infectas, trepidando, chirriando hasta el vértigo... El negro armatoste no tiene punto de reposo, jadea como cosa viviente, y parece espiar el menor descuido del esclavo de carne para morderle un dedo, para mascarle una mano, para arrancarlo un brazo o la vida...


A través de una claraboya penetran los rayos de una luz del calabozo, lívidos, desabridos, espantosos, que hasta la luz se niega a sonreír en aquel pozo de la tristeza, de la angustia, de la fatiga, del sacrificio de las vidas laboriosas en beneficio de las existencias holgazanas. De la parte de afuera penetran rumores de pisadas.... ¡es el rebaño en marcha! En los rincones del taller espían los microbios. El obrero tose... ¡tose...! La máquina gime, gime, gime...!


-Siete horas lleve de estar de pie a tu lado, y aún me faltan tres. Siento vértigos, pero he de dominarme. Mi cabeza gira, pero no puedo descuidarme, ¡traidora! Tengo que seguir tus movi­mientos para evitar quo me muerdan tus dientes de acero, para impedir que me aprisionen tus dedos de hierro... ¡Tres largas horas todavía.. .! Mis oídos zumban, una terrible sed me devora, tengo fiebre, mi cabeza estalla.


De la parte de afuera llega el alegre ruido de unos chiquillos que pasan traveseando. Ríen, y sus risas, ingenuas y graciosas, rompen por un instante la tristeza ambiente, suscitando una sensación de frescura como la que experimenta el espíritu abatido a los gorjeos de las aves. El obrero se estremece de emoción. ¡Así gorjean sus chicuelos! ¡Así ríen! Y sin apartar la vista de las mil piezas que se mueven a su frente, piensa, piensa, ¡piensa...! piensa en aquellos pedazos de su corazón que le esperan en el humilde hogar. Siente escalofríos ante la idea de que aquellos tier­nos seres que él lanzó a la vida, tengan que venir más tarde a agonizar enfrente de la máquina, en la penumbra del taller, en cuyas rincones los microbios espían...


-¡Maldita máquina! ¡Maldita seas!


La máquina trepida con mas ímpetu, y no gime ya. De todos sus tendones de hierro, de todas sus vértebras de acero, de los duros dientes de sus engranajes, de sus mil infatigables piezas, se desprende un sonido ronco, airado, colérico, que, traducido al lenguaje humano, quiere decir:


---¡Calla, miserable! ¡No to quejes cobarde! Yo soy una sim­ple maquina que se mueve a impulsos de un motor; pero tú tienes sesos y no le rebelas, ¡desgraciado! ¡Basta ya de lamentaciones, infeliz! No soy yo quien te hace desgraciado, sino tu cobardía. Hazme tuya, apodérate de mi arráncame de las garras del vampiro que te chupa la sangre, y trabaja para ti y para los tuyos, ¡idiota! Las maquinas somos buenas, ahorramos esfuerzo al hom­bre, pero los trabajadores sois tan estúpidos que nos dejáis en las manos de vuestros verdugos cuando vosotros nos habéis fabricado. ¿Puede apetecerse mayor imbecilidad? ¡Calla, calla mejor! Si no tienes valor para romper tus cadenas, ¡no te quejes! Vamos, ya es hora de salir ¡lárgate y piensa!


Las palabras saludables de la máquina, y el aire fresco de la calle, hicieron pensar al obrero. Sintió que un mundo se desplo­maba dentro de su cerebro: el de los prejuicios, las preocupacio­nes, los respetos a lo consagrado por la tradición y por las leyes, y, agitando el puño, gritó:


-Soy anarquista. ¡Viva Tierra y Libertad!


(De “Regeneración” del número 226, fechado el 12 de febrero de 1916).