El triunfo de la Revolución Social



Juan está de plácemes: acaba de ver en un diario la noticia, procedente de Washington, sobre que Carranza ha sido reconocido como jefe del Poder Ejecutivo de la República Mexicana. Abraza efusivamente a Josefa, su mujer; besa a su hijito, y, gritando casi, dice:


-¡Ahora la paz será un hecho! La miseria terminará! ¡Viva Carranza!


Josefa se queda con la boca abierta, mirando atentamente a su marido; no comprende cómo, por el mero hecho de subir al Poder un nuevo Presidente, pueda tener fin la miseria. Lanza una mirada circular por el cuarto, el cuarto de una vecindad del calle­jón del Tepozán de la ciudad de México, y suspira, Todo lo que la rodea es miserable: las sillas de tule desfondadas; las hornillas del brasero, sin una raja de carbón; el camastro luciendo las sábanas, que ostentan dibujos caprichosos a manera de mapas, producto de los de ahogos corporales del chiquitín; sobre la mesa invalida arde un cabo de parafina en el cuello de una botella surcada de arriba abajo por los espesos lagrimones del combustible derretido.


Sin darse cuenta de que su mujer no le ha entendido, grita Juan:


-Una era de prosperidad y de libertad se abre ante el pueblo mexicano! ¡Viva Carranza!


Josefa abre desmesuradamente los ojos. Decididamente no comprende qué relación pueda haber entre la exaltación de un individuo al Poder y la muerte de la miseria, y se sumerge en hondas reflexiones, hasta que un piojo, el más hambriento tal vez de los innumerables que pueblan su cabeza, de un terrible piquete la vuelve a la realidad. Se rasca con furia, con ardor, con fre­nesí, al mismo tiempo que, con voz debilitada por los prolonga­dos ayunos, dice a su marido:


-Pudieras decirme, Juan. ¿qué es lo que los pobres vamos a ganar con la subida de Carranza a la Presidencia?


-Vamos Josefa, ¿que no entiendes todavía esas cosas? Vamos a ganar leyes que beneficien al trabajador; los que tengamos afición por las trabajas agrícolas, recibiremos tierras de manos del Gobierno; en fin, gozaremos de libertad y de bienestar.


En los labios de Josefa se dibuja una sonrisa que traduce la amargura de su corazón Aunque pobre, había tenido oportunidad de leer algo sobre Historia de México, y recuerda que todos los presidentes, antes de alcanzar el alto puesto público, juraron, mil y mil veces, dedicar todos sus desvelos en favor del pueble. Así rezan las proclamas de Iturbide, los manifiestos de Bustamante, los bandos de Santa-Anna, y las proclamas, manifiestos bandos y circulares de Zuloaga y Comonfort, de González y de Díaz, de todos, en una palabra, incluyendo a Madero. Todos juraron hacer feliz al pueblo, y el pueblo fue desgraciado bajo todos ellos.


Una chinche camina lentamente a lo largo de la pared, como para matar el tiempo dando un paseo, mientras deciden acostarse aquellas pobres gentes, víctimas del sistema capitalista. Josefa la ve, y, con una destreza que deja adivinar una larga práctica, la embarra a con la yema del dedo, dejando una huella bermeja en la pared. La mísera mujer lanza una mirada casi compasiva a su marido mirada que parece decir: ¡pobre esclavo! ¿Hasta cuándo abrirás los ojos?


Juan está radiante de alegría, y, agitando el periódico por lo alto exclama:


-Orden constitucional, esto es, las garantías individuales, res­petadas; las prerrogativas del ciudadano, sin trabas; justicia im­parcialmente administrada; sufragio libre; no reelección; honra­dez en los funcionarios públicos, ¿qué mas quieres, mujer? ¿Por qué pones cara, de duelo?


Josefa replicó:

-Todo eso suena muy bonito; pero el pan, ¿quién nos dará el pan?


-¡Ja, ja, ja! Para esto tengo brazos, dijo riendo Juan y agrega: sólo los flojos se mueren de hambre.


Josefa deja caer los brazos con desaliento. Decididamente - piensa- Juan es un perfecto borrego. Varios piquetes de pio­jos la hacen rascarse con desesperación hasta hacerse brotar la sangre. De repente se dejan oír repiques: son las campanas de la parroquia de Santa Ana; del rumbo de Tezontlale llega el rumor de gritos, el estallido de los cohetes, el repique de las campanas que todos los templos echaron a vuelo, mezclados con las notas triunfales de un pasodoble que ejecuta una banda militar, acaban por entusiasmar a Juan hasta el delirio, y, tomando su sombrero se marcha a la calle a dar rienda suelta a su exaltación, gritando a voz en cuello: ¡Viva Carranza!


Son los trabajadores carrancistas que celebran el reconoci­miento del gobierno de Carranza, extendido por los gobiernos extranjeros, representantes de sus respectivas burguesías




Ha pasado un mes, Juan trabaja, pero su situación no varía; su miserable salario apenas basta para que él Josefa y el chicuelo no mueran materialmente de hambre. Las mismas sillas desfondadas; el mismo miserable camastro con sus mapas; la pobre mesa no ha podido ser jubilada; en el brasero no se cuece una buena sopa; las rajas de carbón cuestan tanto como si fue­ran de oro; mayor número de estrías sangrientas en las paredes indican que las chinches un han perdido la costumbre de dar un paseo antes de comer; los piojos sacan lumbre a la pobre Josefa.


!Cuanto hemos ganado con el encumbramiento de Carranza! ¿Verdad, querido Juan? -dice Josefa con cierta sorna.


Juan se rasca la cabeza atormentada por los piojos y la decepción: ¡él creía que Carranza en el Poder era tanto como abundancia en el hogar! Sin embargo, no se da por vencido y ex­clama:


-Es imposible que en un mes pueda un Gobierno hacer la felicidad del pueblo. Démosle tiempo para que pueda implantar las reformas que beneficiaran a las masas, y entonces ya veremos




Ha pasado un año. La condición de Juan es la misma de antes. Es cierto que los salarios son ahora más elevados; pero el dueño de la casa ha aumentado los alquileres de los cuartos; los comerciantes han subido los precios de los artículos de primera necesidad; la ropa es más cara ahora que lo era antes. No trabaja ahora más que ocho horas al día; pero en ese término tiene que hacer lo mismo, exactamente lo mismo que antes hacía en doce, catorce y aún dieciséis horas.




Josefa tiene en las manos un ejemplar de REGENERACIÓN que lee con marcado interés, y sólo abandona la lectura por instantes, cuando las picaduras de los parásitos hacen absoluta­mente indispensable la intervención de las uñas. Juan recorre el cuarto de arriba abajo visiblemente agitado, teniendo en una mano un cuadernito rojo, cuyo color es la única nota alegre en aquel obscuro pozo de miseria de mugre y de tristeza: es el Manifestó del 23 de septiembre de 1911.


De repente Juan interrumpe sus paseos y, dándose una pal­mada en la frente, exclama:


-¡Qué majadero he sido, y conmigo todos los trabajadores que apoyaron a Carranza! Henos aquí en la miseria, en la última miseria, a pesar de que nos deslomamos en el trabajo lo mismo que antes de que se encumbrara ese viejo bribón. Lo de los repartos de tierras resultó ser la más grosera engañifa, pues hay que pagar el pedazo que le conceden a uno; lo de las leyes pro­tectoras del trabajar no es más que protección al Capital, porque el burgués se da maña para desquitarse de alguna manera de lo que pierde en lo que se nos concede lo del orden constitucional no aprovecha a los pobres que seguimos siendo, en virtud de nuestra miseria los mismos parias de antes. ¡Muera Carranza!


-¡Muera todo Gobierno - grita Josefa, agitando como una bandera el ejemplar de REGENERACIÓN que tiene en la mano.


-¡Viva la Anarquía! -- grita Juan agitando el cuadernito rojo, de cuyas páginas brotan frescuras de juventud, efluvios de primavera, bálsamo de esperanza y radiaciones de sol para todos los que sufren, para todos los que suspiran para todos los que arrastran su existencia en los negros abismos de la esclavitud v la tiranía...


Por primera vez el cuarto sórdido se ennoblece, porque sirvo de abrigo a una pareja de leones y a un cachorro




Han pasado varios días. Las barricadas de la Capital ofre­cen un aspecto formidable. Los barrios de la Merced, Curtidores y Manzanares, unidos, han levantado una barricada en dos ho­ras. Hombres, mujeres, ancianos, niños y aun inválidos se habían puesto a la obra. El feo edificio del mercado de la Merced, ha proporcionado la mayor parte del material. Detrás de la barricada se encrespa un mar de sombreros de palma. Los huaraches y los toscos zapatones de los defensores, pisan enérgicamente la negra tierra, orgullosa ahora de servir de pedestal a una pléyade de héroes. Esperan por momentos el ataque de las fuerzas del Gobierno. Todo es actividad dentro de la barricada: las mujeres hacen hilas; los hombres limpian sus rifles; los niños reparten parque a aquellos campeones del proletariado. Una bandera roja, ostentando en letras blancas esta inscripción: “Tierra y Libertad" sonríe al sol en lo alto de la barricada, enviando desde aquella cumbre su saludo a todos los desheredados del mundo. El proletariado de la Capital está en armas contra el Capital, la Autoridad y el Clero.




Los proletariados del Rastro y San Antonio Abad no se muestran menos activos. Los matanceros afilan sus cuchillos probándolos con la yema del pulgar. Las calles adyacentes al Rastro y la Fábrica de Hilados y Tejidos se encuentran desnudas de empedrado: todos los materiales han sido buenos para la construcción de la barricada; mesas, cacharros, pianos, vestidos, colcho­nes, todo ha ido a caer en aquel montón de objetos en confusión horrible, para servir de resguardo a los nobles pechos de sus de­fensores.


Belén y el Salto del Agua; San Cosme y Santa María de la Ribera; San Lázaro y San Antonio Tomatlán; la Bolsa y Tepito; San Juan, Nonoalco, Santa María la Redonda. la Lagunilla, todos los barrios populares de la populosa ciudad han vaciado sus ve­cindades y sus moradores, embellecidos por el fuego revolucionario, se preparan a resistir el ataque de los esbirros carrancistas; las barricada brotan de tierra en un abrir y cerrar de ojos. La barricada de San Lázaro y San Antonio Tomatlán ostenta en su cumbre una bandera singular: es una enagua vieja, rasgada, mugrienta. ¡Es la bandera de la miseria! Es el harapo desafiando al mundo de la opresión y del privilegio. Mientras la hilacha no se desprende del cuerpo del proletariado, el señor está tranquilo; pero cuando aparece atada en la punta de un palo, el mundo se estremece.




Pero si en todas las barricadas se nota entusiasmo, a la ba­rricada de los barrios de Peralvillo, Santa Anna y Tezontlale, uni­dos, ninguna supera en actividad, entusiasmo, audacia, y celo revolucionario, Juan y Josefa no se dan punto de reposo. Enne­grecidos por el polvo, se ven hermosísimos, sudorosos, jadeantes, recorriendo de arriba abajo la barricada, comunicando energía y entusiasmo a sus defensores. De repente un clamoreo formidable, seguido de descargas cerradas de fusilería y toques de clarín, se dejan oír por el rumbo de la Concepción Tequipehuca.


-¡Son los de la Bolsa y Tepito que se baten! -grita Juan arrojando al aire su sombrero.


Pocos instantes después el rugido de las cañones; el ruido de las descargas de fusil; el batir de los tambores; los gritos coléricos del clarín; los aires marciales de las bandas de música, se con­fundían en un solo estruendo en toda la ciudad: era que todas las barricadas estaban siendo atacadas a un mismo tiempo por las fuerzas carrancistas.


Juan y Josefa trepan a lo alto de la barricada desde donde ven que una gruesa columna carrancista se aproxima a paso de carga por las calles de Santo Domingo.


-Ya se acerca el enemigo, camaradas, gritan a un mismo tiempo-, que cada quien escoja el lugar que más lo acomodo para la defensa de nuestro baluarte.


En un instante la barricada se corona de fusiles. El enemigo emplaza dos cañones en la bocacalle de Santa Catarina y las Moras, mientras parte de la columna continúa avanzando sobre la barricada, que se encuentra en la bocacalle.


Una voz imperiosa sale de la columna que se encuentra ya a cien pasos de distancia de la barricada:


-- En nombre del Supremo Gobierno, ¡rendios!- dice.

-¡ Viva Tierra y Libertad!, contestan los de la barricada.


Las descargas de fusilería se suceden rápidas por ambas par­tes; los cañones dirigen sus proyectiles al centro de la barricada, para abrir brecha; el humo satura la atmósfera hasta hacerla irres­pirable; el ataque es furioso; la resistencia es formidable; los esbirros de Carranza acompañan sus disparos con palabras inju­riosas; los proletariados, defensores de la barricada, cantan:


“Hijo del pueblo, te oprimen cadenas,

“Y esa injusticia no puede seguir;

“Si tu existencia es un mundo de penas.

“Antes que esclavo, prefiere morir.”


Y las notas de ese himno magnífico; de ese himno común a todos los oprimidos del mundo; de ese himno que condensa los amargos martirios de la plebe y sus santas ansias de redención; de ese himno que es al mismo tiempo queja, protesta y amenaza, se esparcen a los cuatro vientos como una invitación hecha a la dignidad y al honor.


Al día siguiente los proletarios de la ciudad de México celebran el triunfo de la Revolución Social. El sistema burgués ha­bía muerto.


(De ‘Regeneración” del número 209, fechado el 23 de oc­tubre de 1915).